Los seguidores del jainismo consideran que ningún grado de ascetismo o práctica de meditación puede conducir a la liberación, a no ser que se acompañe de una cuidadosa observancia de las normas éticas y en especial de ahiṃsā, la no violencia. Esta norma implica no solo no matar a cualquier ser vivo, si no la mera intención de dañar a otro ser.
En la práctica no
es posible seguir este precepto de forma absoluta, pues la vida es un proceso de interrelación entre todos
los seres vivos. La vida se nutre de la vida. Una opinión muy generalizada es
que, si no hay otra opción, debemos abstenernos de dañar a los seres vivos “más
evolucionados”. Así, sería completamente inadmisible dañar a otras personas. En
la escala evolutiva seguirían los animales y, dentro de estos, primero los
mamíferos y después las aves, los reptiles, los peces y los insectos; más
abajo, en la escala de ahiṃsā, estarían las plantas y, dentro de ellas,
primero los árboles y después todas las demás, hasta la simple brizna de
hierba. Esta es una escala de valores práctica y en absoluto real. Influyen los
sentimientos y la visión antropocéntrica, según la cual el hombre es el centro
del universo. La realidad es que a veces es más valiosa la vida de un árbol que
la de un animal. Y a veces… un animal puede tener más derecho a la vida que una
persona. Los jainistas llevan al extremo la norma de ahiṃsā y evitan no
dañar en absoluto a ningún ser vivo, sin hacer distinciones ni categorías,
siempre que sea posible.
En nuestra sociedad
esta forma de proceder no resulta muy práctica y el yogui debe interpretar ahiṃsā
de forma puntual, sin caer en los excesos y partiendo de una actitud de
humildad en la que cada persona no es en absoluto el centro alrededor del cual
gira el universo, sino que ella misma es el universo entero.
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